Conversaciones al pedal

Mientras pedaleo, el viento cálido me despeina, roza mi rostro y suelo mantener conversaciones conmigo misma.

Mientras pedaleo, el viento cálido me despeina, roza mi rostro y suelo mantener conversaciones conmigo misma. Ya se que debería de prestar más atención al camino, pero estoy en el campo y no soy tan imprudente como para manejar distraída en la ciudad. ¿En el campo qué me puede pasar? ¿Que la tierra haga patinar la bicicleta y me caiga? ¿Que se me atraviese una vaca? ¡No estoy tan ciega como para no ver una vaca en el camino! En la última cita al doctor mi densidad ósea estaba bien, por lo tanto, no debo de fracturarme por una simple caída, de un buen raspón no pasaría y quizá sería lo más emocionante que podría pasarme este verano. Imagino la conversación con mis hijos, —Madre ya te he dicho que no eres una jovencita, debes de cuidarte y no puedes ser imprudente, ¿qué hubiera pasado si te desnucas? Bla, bla, bla… ¡Ja! Si me desnuco me enterraran junto a su padre y dejaría de robar oxígeno, eso pasaría. No digo que mis hijos sean unos salvajes y no me llorarían, por el contrarío. Se que les haría falta, pero ya a su treintena de años mi misión está cumplida. Ellos siguen cuestionándose si tendrán hijos y si siguen a ese ritmo, no me debo ni siquiera a los nietos que nunca tendré.

A lo largo del camino de terracería se extienden los potreros del vecino y una que otra vaca se encuentra pastando en la distancia, en esta época del año las llevan a los potreros cerca del río por lo que es extraño ver alguna de este lado de la finca. Cercas de alambre dividen la propiedad del camino y los bordes están cubiertos de esas flores amarillas y blancas insignificantes que nos gusta tanto recoger, es un paseo agradable, es perfecto para salir en bicicleta.

Me gusta pasar temporadas acá, pero temporadas breves. Disfruto de la soledad, aunque esto es un poco extremo, aquí no hay nada que hacer más que contemplar la naturaleza. Luego de la muerte de mi marido vendí una buena parte de la tierra y me quedé sólo con un pequeño terreno para mis árboles frutales y la casa de campo.

Como es un lugar aislado mis hijos nunca han disfrutado venir y no los culpo, para mi es un refugio, un refugio de unos pocos días. Luego regreso al bullicio y el tráfico de la ciudad, pero este es el único lugar en el que me siento en libertad de conversarme, especialmente mientras pedaleo, pues no es lo mismo pensar que conversar en nuestra mente, ¿o lo es? ¿Me estaré volviendo loca? ¿A qué edad comienza la demencia senil? Bueno, al menos no ando hablando sola en voz alta, ¿no es acaso lo mismo?

¿Hace cuánto tiempo que tuve una conversación con otra persona? Ni siquiera lo recuerdo y no hablo de esas conversaciones triviales que sostenemos todos los días, —¿Cómo estás? ¿Cómo están tus hijos? ¿Has visto que la hija de Marta se divorció? ¡Pobre chiquilla y con una niña de meses! ¡Este país está de cabeza! ¿Qué estás leyendo? Ojalá me preguntaran como me hizo sentir el libro, pero no, eso no lo preguntan. Me refiero a conversar de forma recíproca, entregar el alma al interlocutor, una conversación que te deje energizado, no sé, mucho tiempo ha pasado. De joven solía hablar más que un loro, lo contaba todo, bueno, casi todo. Luego la vida te da golpes, maduras y te vuelves mucho más celoso a la hora de conversar. Con mis hijos hablo a diario o más bien los escucho y me agrada que tengan la confianza de hablarme sobre sus vidas, pero ellos a mi no me escuchan y tampoco estoy segura de que les agradaría escuchar lo que tengo que decir. ¿Amistades? Claro que tengo, más de las que debería de tener a mi edad si consideramos que ya los menos afortunados han comenzado a partir de este mundo. ¿Qué les puedo decir? ¿Que tengo sueños y anhelos como los tenía a los veinte? ¿Que aún quisiera encontrar el amor y compartir lo que me queda de vida con alguien y que ese alguien no debería de ser un viejo ridículo que se crea de treinta, sino un hombre maduro que comparta mis intereses? ¿Que deseo escribir un libro a los sesenta años? No son cosas que puedes decirle a cualquiera sin temor a ser juzgado o quizá es temor de abrirle tu universo a otra persona. Podría pagar a un psiquiatra para que me escuche, ¿y qué ganaría? ¡Nada! El psiquiatra está para escuchar no para opinar ni para hablarte sobre sus intereses, sus anhelos y sus frustraciones como sucedería en una conversación recíproca.

Tengo un vacío en el alma, siento la necesidad de pasar horas conversando con alguien de cualquier tema, de cualquier cosa y sentir que eres comprendido y escuchado. Conversar, reír, reír a carcajadas por cualquier tontería. No es miedo a la soledad, estoy sola desde los cuarenta cuando mi marido falleció en un accidente. Aprendí a vivir sin alguien a mi lado a disfrutar lo que la soledad puede ofrecerme, mi felicidad ya no depende de alguien más, pero eso no significa que no anhele comunicarme de forma íntima con otra persona. Pero las cosas son como son, al menos tengo mi bicicleta y estos momentos en los que mientras pedaleo hablo conmigo misma, bromeo y escribo libros en mi mente que jamás publicaré.

Escritora independiente, columnista, bibliófila y entrevistadora del programa A las 8:45 por Canal Antigua.