El anciano y el mar

Salgo tan pocas veces de casa que cuando me vi forzado a acompañarla tuve un poco de miedo. Cada vez que salgo de casa es para visitar al doctor y es una experiencia horrible, ¡traumática!

Pero hoy fue diferente, nos subimos en su vehículo y dimos un largo paseo, también iba Benito, el noble y apestoso perro. No lo soporto, aunque él es cariñoso conmigo. No lo comprendo, me he esmerado en ser grosero con él y él sigue moviendo la cola cada vez que me ve. Supongo que es la edad que me estoy volviendo menos tolerante. No es fácil ser un anciano. Sí, tengo que reconocerlo, no soy el que solía ser.

Luego de varias horas de camino, aunque en realidad yo iba dormido y no sé cuánto tiempo transcurrió, llegamos a nuestro destino. Un lugar solitario y arenoso, sin embargo, cuando ella abrió la puerta del vehículo sentí el viento en mi rostro. Ese viento que se lleva las penas de la edad, y del encierro. Ese viento que te recuerda que todo es transitorio y todo es pasajero.

Anochecía, por lo que entramos pronto a la casa. Una casa extraña, no era nuestro hogar, pero ella se veía feliz. Me sirvió un poco de agua, algo de comer y ubicó mis cosas. Luego bajó su equipaje del carro.  Sentí la comida insípida, pero a mi edad ya todo sabe igual, no es como antes, cuando los sabores eran frescos y me llenaban los sentidos.

Me vio fijamente al rostro y me dijo, —Llevaré a dar un paseo a Benito, tú te quedas en casa, ya es tarde para ti. Mañana saldremos un rato. Pretendí no escuchar, cómo es habitual entre nosotros. Ella se marchó, yo busqué una cama, me acomodé y quedé dormido. Los escuché llegar, pero mostré indiferencia.

Al día siguiente esperé pacientemente a que ella despertara, la observé durante largo rato. Por suerte Benito no es paciente y de un salto a la cama la despertó para que lo sacara a pasear.

Me dijo que al regresar me daría algo de comer y se marchó con él.  Decidí dormir otro rato, mi vida y mi soledad no tienen remedio. ¿Se sentirán así todos los ancianos? Antes al menos tenía energía, ahora todo es monotonía, he perdido la paciencia y el interés.

Cuando regresó preparó un buen desayuno, le dio de comer a Benito y a mí no me fue tan mal, al menos me dio leche tibia, deslactosada porque ella dice que me hace mal tomar leche entera.

Terminé de comer y fui a buscar el sofá, tenía un olor extraño, quien sabe qué tipo de personas han vivido en esta casa. ¡Qué tipo de animales habrán pasado por acá! También olía a humedad. En fin, me sentí cansado y decidí tomar una siesta.

Fui interrumpido de mi sueño por ella, quien estaba impaciente por ponerme ese maldito chaleco. No me agradó la idea, pero tampoco pude oponer mucha resistencia.  Salimos, todo era distinto, los sonidos, los olores, los pájaros, ¡los pájaros! Ella me llevaba sujeto. La arena estorbaba mis pasos, Benito corría y ladraba cómo un loco, por suerte no había nadie cerca para que lo escuchara comportarse como un demente.

Cuando llegamos frente a ese azul inmenso, me dijo —Ese, es el mar. Lo miré profundamente, hacía ruido y la arena tenía olor a pescado, ¡a pescado! Me dio hambre. Yo estoy acostumbrado a la arena con olor a detergente, a mi arena. Insertó una sombrilla en la arena y colocó una toalla. Me puse un poco nervioso, los ruidos y los olores eran demasiado intensos para mí.

¡Y sopló, el viento, el viento, sopló! Sentí una libertad que no experimentaba hacía mucho tiempo, me levantaba los cabellos, los bigotes, ¡me sentía libre, y joven nuevamente!

Ella se tendió sobre la toalla con un libro en la mano, me acerqué a ella, la amaba. Me acurruqué a su lado y ronroneé. Después de todo no es tan malo ser un gato anciano si tienes un hogar y eres amado.

Escritora independiente, columnista, bibliófila y entrevistadora del programa A las 8:45 por Canal Antigua.

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